Otros autores, aceptando que la Orden fue suprimida por la Vox in excelso, afirman que esta bula fue revocada por Juan XXII, quien restableció, a penas pasados seis años de su abolición, la Orden de la milicia del Temple.[3] Para esto aducen la bula de Juan XXII Ad ea ex quibus (a. 1319).
El que se entretenga en leer el texto de esta bula, verá que, en realidad, está muy lejos de restablecer la suprimida Orden del Temple. Este escrito papal es una respuesta al rey Dionis I de Portugal, llamado el Conquistador por haber expulsado a los árabes del Algarbe. En este territorio había una sola plaza principal desde donde podía llevarse a cabo la protección del nuevo reino (Dionis se llamó desde la conquista, rey de Portugal y del Algarbe), «la fortaleza de Castro Marino, a la que la disposición natural del lugar hace inexpugnable», dice la bula de Juan XXII. Hasta su supresión, esta plaza había sido defendida por los templarios portugueses. Ahora quedaba desprotegida con el subsiguiente peligro de no poder repeler eficazmente los constantes ataques de los moros fronterizos. Ante esta situación, el rey portugués pide al papa una «nueva milicia de combatientes por Cristo que, despreciadas las vanidades del siglo, estén inflamados de celo por la verdadera fe».
Después de muchas consideraciones sobre la necesidad de proteger el Algarbe, Juan XXII concluye: «Con la asistencia divina, deseando prevenir los males, en el citado Castro Marino hemos ordenado la fundación de una nueva orden de combatientes de Cristo, decretando que su jefe y cabeza sea el Señor mismo.» Luego, hablando de esta nueva milicia de atletas de la fe, añade: «debe considerarse una Orden propia (de Portugal), que seguirá las reglas y costumbres de la Orden de Calatrava y gozará de los mismos privilegios, libertades e indulgencias que ésta.» Al tratar de los bienes fundacionales de la nueva Orden, el papa le concede «los castillos, tierras, lugares y todos los bienes que pertenecían a la Orden del Temple, antes de la abolición de esta Orden».[4] Esta nueva hueste se llamará «Orden de la Milicia de Cristo».
Hay que recordar que el concilio Lateranense IV (a.1213) había prohibido la introducción en la Iglesia de reglas monásticas nuevas y la creación de nuevas Órdenes. Esta es la razón por la cual Juan XXII pone a la nueva fundación la denominación de una Orden llamada «Orden de la Milicia de Cristo», que había tenido una existencia efímera en el Languedoc, hacia 1221, creada por Santo Domingo de Guzmán, para oponerse a la herejía albigense. Y por lo que respecta a las constituciones, les impone la regla de la Orden de Calatrava, fundada en el vecino reino de Castilla, en el siglo XII.
Es por tanto evidente que la Orden portuguesa nada tiene que ver con una restauración de la Orden del Temple. Ésta había sido terminantemente prohibida por Clemente V en su bula Vox in excelso y Juan XXII al principio de su Ad ea ex quibus lo reconoce expresamente:
Sabiamente nuestro predecesor de feliz recordación, Clemente V, impuso, por ciertas causas justas, a los hermanos, al hábito y al nombre de la en otros tiempos existente Orden de la Milicia del Templo de Jerusalén, en nombre del concilio de Vienne y aprobándolo éste, una abolición irrefragable y perpetuamente válida, prohibiendo expresamente que nadie osase, de la manera que fuese, recibir o retener su hábito o comportarse como templario.
Por lo que se refiere a la bula Vox in excelso, su descubrimiento y conocimiento por los historiadores, tiene su propia historia. Era un documento desconocido hasta comienzos del s. XIX. No existe registro de él en los archivos vaticanos, y tal vez la única copia contemporánea que resta fue la hallada por Jaime Villanueva[5] en el Archivo de la Corona de Aragón.[6] Antes de que se conociera la Vox in Excelso, se citaba como bula de supresión la Ad providam, de 2 de mayo de 1313,[7] en la que Clemente V, con la aprobación del Concilio de Vienne, trasmitía los bienes de la Orden del Temple a la Orden de San Juan de Jerusalén, después de haber confirmado, con las mismas palabras que en la Vox in excelso, la abolición de los templarios.
El primero que publicó esta bula, la que realmente contiene la abolición, después que la había encontrado Villanova, fue Gams[8], en 1865, de ahí, al año siguiente, 1866, la dio a conocer a la erudición internacional Hefele, en la revista Tübinger Theologische Quartalschrift.[9] Basándose en esta edición, la publicaron Möhler,[10] seguido por Hefele-Leclercq.[11] Todos estos, sin embargo, al no confrontar la publicación de Gams con el original, cayeron en el error que hizo éste al citar el nombre de la bula. A Gams, como sacerdote, le sonaba en el oído el texto evangélico que menciona la profecía de Isaías cuando dice: Vox clamantis in deserto,[12] y, al citar de memoria, dio a la bula que había transcrito el título de Vox clamantis en lugar del auténtico Vox in excelsis. No sólo los autores citados seguidores de Gams, sino incluso en la actualidad numerosos escritores caen en el mismo error.[13] Debe quedar, por tanto, claro que la bula Vox clamantis no existe y que esta denominación se refiere equivocadamente a la Vox in excelso.[14]
A pesar de aparecer ya en unas pocas ediciones científicas como la de J. Albertigo,[15] el texto original de la Vox in excelso, creemos conveniente dar aquí una traducción castellana de la misma para clarificar de una vez para siempre la actitud de la santa sede respecto a la abolida Orden de la Milicia del Templo de Jerusalén, actitud invariada hasta nuestros días.
La hemos traducido literalmente del latín al castellano tomando directamente el texto del registro 291, ff. 33r-34v del Archivo de la Corona de Aragón. Dice así:
AQUÍ EL SANTÍSIMO PAPA CLEMENTE V SUPRIME LA ORDEN DE LA MILICIA DEL TEMPLE[16]
Copia de la provisión y decreto hecho por el señor papa Clemente cuando abolió la extinguida orden de la milicia del Temple.[17]
Clemente, obispo, siervo de los siervos de Dios, para perpetua memoria.
Se ha oído en lo alto una voz de lamento, de llanto y de luto, porque ha llegado aquel tiempo en el cual el Señor se queja por medio del profeta: «Esta casa me he producido dolor e indignación: será apartada de mi vista por la maldad de sus hijos que me empujaban a la ira, volviéndome la espalda y no la cara, colocando sus ídolos en la casa donde se invoca mi nombre, para deshonrarla. Han edificado tronos a Baal para iniciar y consagrar sus hijos a los ídolos y a los demonios: han pecado gravemente como en los días de Galaad».[18]
Desfallecí al oír tan horroroso clamor, tan gran aberración de esta infamia hecha pública –porque ¿quién alguna vez oyó tal cosa? ¿quién vio algo semejante?–, me entristeció verlo, se amargó mi corazón, la tiniebla me envolvió. Se trataba de un clamor salido del pueblo ciudadano, del templo, de Dios que daba la merecida paga a sus enemigos. El profeta se sentía obligado a decir: «Dales, Señor, dales un vientre sin hijos, unas ubres resecas. Sus crímenes se han destapado a causa de su maldad. Expúlsalos de tu casa. Séquese su raíz y no den el menor fruto, no marche de aquella casa un amargo escándalo y una espina que produzca dolor, pues no es pequeña su fornicación, la que inmola a sus hijos, dándolos y consagrándolos a los demonios y no a Dios, a dioses que desconocían. Por esto, en la soledad, en el oprobio, en la maldición, en el desierto, esta casa será derribada hasta los cimientos y convertida en polvo: absolutamente desierta, destruida y árida por la ira de Dios, a quien despreciaron. No sea habitada, sino que se la condene a la soledad, y todos al verla desfallezcan y silben sobre todas sus heridas.»
El Señor no ha elegido la gente en vistas del lugar, sino el lugar en vistas de la gente: por esto el mismo terreno del templo se había hecho partícipe de los males del pueblo, al decir el Señor a Salomón, que poseía un enorme caudal de sabiduría, cuando éste le edificaba el templo: «Si se me han enfrentado por la apostasía vuestros hijos, no siguiéndome y honrándome, sino alejándose y honrando dioses ajenos y adorándolos, los echaré de mi presencia, los expulsaré de la tierra que les había dado, y el templo que santifiqué con mi nombre, lo rechazaré de mi presencia y se convertirá en proverbio y fábula, y en ejemplo para los pueblos. Todos los que pasen se admirarán al verlo y silbarán y dirán: ¿Por qué obró de esta manera el Señor con el templo y con esta casa? Y responderán: porque se apartaron de su Señor y Dios que los había comprado y redimido, y siguieron a Baal y a dioses ajenos, y los honraron y adoraron; por esto hizo caer el Señor Dios sobre ellos tan gran mal.»
Y ciertamente, en la época en que tuvo lugar nuestra ascensión al vértice del supremo pontificado, incluso antes de ir a Lyon, donde recibimos la insignias de nuestra coronación, y también después, allí y en otros lugares, se nos hicieron ciertas insinuaciones confidenciales acerca del maestro, los preceptores y otros hermanos de la Orden de la Milicia del Templo de Jerusalén y acerca de la Orden misma, que habían sido fundados para defensa del patrimonio de nuestro Señor Jesucristo en las regiones de allende de los mares y como luchadores selectos en pro de la fe católica y principales defensores de Tierra Santa, asunto al que parecían dedicarse principalmente, razón por la cual la sacrosanta Iglesia Romana a estos hermanos y Orden, llenándolos de favores especiales, los armó contra los enemigos de Cristo con el signo de la cruz, los exaltó con muchos honores y les concedió muchas libertades y privilegios, tanto ella misma, como muchos fieles eclesiásticos, cosa que ellos consideraron ser un beneficio que les concedía multitud de dones para que de muchas y diversas maneras se opusieran al señor Jesucristo, caídos en el crimen de una nefanda apostasía, en el vicio de una detestable idolatría, en el execrable delito de los Sodomitas y en diversas herejías. Pero, porque no era verosímil ni perecía creíble que varones tan religiosos, que con frecuencia habían derramado su sangre por el nombre de Cristo y frecuentemente se les veía exponer sus personas a peligros de muerte, y que parecían querer dar señales de devoción, tanto en los oficios divinos como en los ayunos y demás observancias, fuesen de tal manera desinteresados en su salvación que perpetrasen tales absurdos, principalmente cuando esta Orden había tenido tan buenos y santos comienzos y había recibido de la santa sede la gracia de la aprobación, y su regla, en cuanto santa, razonable y justa, había merecido, de parte de esta misma santa sede, ser admitida, no quisimos dar oídos a tales insinuaciones y delaciones, adoctrinados por el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo y por las enseñanzas de las escrituras canónicas. Después, nuestro carísimo hijo en Cristo, Felipe, ilustre rey de Francia, a quien habían sido referidos estos mismos crímenes, no por avaricia –puesto que no intentaba ni intenta vindicar para sí o apropiarse de nada de los bienes de los templarios, más aún los dejó en su reino y retiró entonces de ellos totalmente su mano–, sino impulsado por su devoción a la fe ortodoxa –siguiendo en esto los preclaros ejemplos de sus progenitores–, informándose por todos los medios lícitos acerca de los hechos denunciados, con el fin de explicarnos y ponernos al corriente de estos hechos, nos envió muchas y largas informaciones por medio de cartas y legados. Haciéndose, sin embargo, cada vez más intenso el clamor de infamia contra los templarios y contra la Orden misma, y porque también un cierto militar de dicha Orden, noble en alto grado, y que gozaba en la mencionada Orden de gran predicamento, ante Nos declaró en secreto, con juramento, que él mismo cuando fue recibido, sugiriéndoselo el que le recibía, presentes otros miembros de la Milicia de Cristo, negó a Cristo y escupió sobre el crucifijo que le mostraba el que le recibía, y dijo también que había visto que el maestro de la Milicia del Templo, que vive todavía, recibió en un convento de ultramar de dicha Orden a un cierto militar de idéntica manera, a saber, con abnegación de Cristo y escupiendo sobre el crucifijo, estando presentes más de doscientos hermanos de dicha Orden, y que oyó decir que ésta era la manera de recibir a un hermano en la Orden: que sugiriéndolo el que le recibía o quien estaba designado para esto, el recibido negaba a Jesucristo y escupía sobre el crucifijo que se le mostraba, para vituperio de Cristo crucificado; y hacían otras cosas el que recibía y el recibido, que no son lícitas ni convenientes a la honestidad cristiana como aquel militar las confesó entonces en nuestra presencia.
Urgiéndonos a ello el deber de nuestro oficio, no pudimos, pues, evitar prestar oídos a tan grandes clamores. Pero cuando, finalmente, acusándolos la pública opinión y la clamorosa indicación del citado rey, lo mismo que la de los duques, condes, barones y otros nobles, incluso de los clérigos y pueblo del reino de Francia, que venían a nuestra presencia por sí mismos o por medio de sus procuradores y síndicos, llegó a nuestro conocimiento –con dolor lo decimos– que el maestro, los preceptores y otros hermanos de dicha Orden, e incluso la Orden misma y otros muchos, habían participado en crímenes, y los hechos arriba mencionados habían sido perpetrados por el antes citado maestro, el visitador de Francia y muchos preceptores y hermanos de la mencionada Orden en el reino de Francia, según sus propias confesiones, atestados y deposiciones, hechas en presencia de muchos prelados y del inquisidor de la herética perversión. Estos atestados, que de alguna manera parecían ser pruebas atendibles, fueron recogidos en acta notarial y mostrados a Nos y a nuestros hermanos, y, al margen de éstos, hasta tal punto crecían la pública opinión y los clamores antes mencionados dirigidos tanto contra la Orden misma como contra miembros concretos de ella, que no podían ser desoídos sin grave escándalo, ni tolerados sin un inminente peligro para la fe. Así pues Nos, siguiendo las huellas de Aquel de quien, aunque indignos, somos el vicario en la tierra, después de haber reflexionado, pensamos que se debía seguir adelante en la inquisición de las cosas antes dichas y, llamados a nuestra presencia muchos preceptores, presbíteros, militares y otros hermanos de la mencionada Orden, de no poca notoriedad, una vez prestado juramento, con mucho afecto, tomando como testigos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, e invocando el juicio divino y la amenaza de la maldición eterna, y asegurándoles que se encontraban en lugar seguro e idóneo donde no debían temer nada, no obstante las confesiones hechas por ellos en presencia de otros, por las cuales no queríamos hacerles ningún perjuicio, les pedimos que nos dijeran toda la verdad desnuda de los hechos arriba enunciados. Les interrogamos acerca de estas cosas y examinamos hasta setenta y dos templarios, asistiéndonos con gran solicitud muchos hermanos nuestros. Sus confesiones fueron puestas allí mismo, en nuestra presencia y la de dichos hermanos nuestros, en escritura autentificada por notarios públicos[19] y luego, pasados unos días, las hicimos leer en el consistorio, en presencia de los interesados, exponiéndolas a cada uno de ellos en su lengua propia. Todos ellos perseveraron en lo dicho y expresa y espontáneamente, tal como habían sido leídas, las aprobaron. Después de lo cual, mandamos que se presentasen el maestro general, el visitador de Francia y de las tierras de ultramar, de Normandía, de Aquitania y de Padua, y los principales preceptores de la mencionada Orden, con la intención de investigar por Nos mismo los hechos arriba mencionados. Pero, puesto que algunos de éstos estaban entonces tan enfermos que no podían montar a caballo ni ser traídos cómodamente a nuestra presencia, Nos, queriendo conocer de ellos la verdad de todo lo que se había dicho y si era verdad lo que se contenía en las declaraciones y deposiciones que se decía habían hecho al inquisidor de la herética perversión en el reino de Francia en presencia de algunos notarios públicos y muchas otras personas buenas, declaraciones y deposiciones expuestas y mostradas a Nos y a nuestros hermanos por el mismo inquisidor en escritura pública, encargamos y mandamos a nuestros queridos hijos el cardenal Berengario, antes del título de Nereo y Aquileo y ahora obispo de Túsculo, a Esteban, del título de San Ciriaco in Thermis, cardenal presbítero, y a Landolfo, del título de San Ángel, cardenales de cuya prudencia, experiencia y fidelidad tenemos incontestable confianza, que examinasen con diligencia al maestro general, al visitador y a los preceptores y viesen si era verdad lo que se imputaba tanto contra ellos y contra personas en particular de la dicha Orden, como contra la Orden misma, y lo que encontrasen nos lo refiriesen, y sus confesiones y deposiciones, puestas por escrito por notarios públicos, las mandasen y tuviesen cuidado de que nos fuesen presentadas; y que concediesen al maestro mismo, al visitador y a los preceptores el beneficio de la absolución, según la forma de la Iglesia, de la sentencia de excomunión en la que por causa de lo imputado, si era vedad, habrían incurrido, con tal de que, como debían, la pidiesen humilde y devotamente. Estos cardenales, yendo personalmente al encuentro del maestro general, del visitador y de los preceptores, les expusieron el motivo de su visita, y puesto que sus personas y las de otros templarios habitantes en el reino de Francia habían sido acusadas ante Nos, les impusieron que, por mandato apostólico, sin miedo alguno, les dijesen la verdad pura y total acerca de las acusaciones. El maestro general, el visitador y los preceptores de las tierras de Normandía, de Ultramar, de Aquitania y de Pavía, ante los mismos tres cardenales, presentes cuatro notarios públicos y muchos otros varones buenos, hecho juramento con la mano puesta sobre los santos evangelios de Dios, afirmaron que dirían la verdad pura y total sobre las acusaciones, cada uno en particular, libre y espontáneamente, sin coacción o miedo alguno, y confesaron, entre otras cosas, la abnegación de Cristo y el escupir sobre el crucifijo, cuando fueron admitidos en la Orden. Y algunos de entre ellos, dijeron que habían recibido a muchos hermanos de la misma manera, con la abnegación de Cristo y el escupir sobre el crucifijo. Algunos de ellos confesaron también ciertas otras cosas horribles y deshonestas, que por ahora callaremos. Dijeron y confesaron además que eran verdad las cosas que se contenían en sus confesiones y deposiciones que antes habían hecho ante el inquisidor arriba nombrado. Estas confesiones y deposiciones del maestro general, visitador y preceptores, fueron recogidas por cuatro notarios públicos en escritura pública, en presencia de dichos maestro general, visitador, preceptores y algunos otros buenos varones. Luego, pasados unos días, estas mismas escrituras fueron leídas en presencia de los interesados por orden de dichos cardenales, presentes, y fueron expuestas a cada uno en su propia lengua vulgar. Perseverando éstos en ellas, expresa y espontáneamente las aprobaron tal como habían sido redactadas. Y después de tales confesiones y deposiciones, fueron absueltos por los mismos cardenales de la excomunión en la que habían incurrido, pedida por ellos de rodillas, las manos juntas humildemente, y derramando abundantes lágrimas. Los cardenales –porque la Iglesia no cierra la puerta al que vuelve– impartieron, con nuestra potestad, al maestro, visitador y preceptores, que habían abjurado expresamente de la herejía, el beneficio de la absolución según la fórmula de la Iglesia y, vueltos a nuestra presencia, nos presentaron la confesiones y deposiciones de los antedichos maestro, visitador y preceptores, recogidas por notarios públicos, como se ha dicho antes, y nos refirieron lo que habían hecho dichos maestro, visitador y preceptores. De estas confesiones y deposiciones y de lo que nos refirieron, hallamos que los muchas veces nombrados maestro, visitador de las tierras de Ultramar, de Normandía, de Aquitania y de Padua, habían delinquido, unos más y otros menos, en los crímenes que se les imputaban.
Teniendo en cuenta que delitos tan horrendos no podían pasar sin enmienda, salvo que se hiciese injuria a Dios omnipotente y a los católicos, decretamos, con el consejo de nuestros hermanos, que los ordinarios de lugar y otros fieles y personas sabias que destinaríamos a esta finalidad, averiguasen qué había de de verdad acerca de los crímenes y abusos antes dichos, cometidos por personas individuales de la Orden y por la Orden misma. Después de que, tanto los ordinarios de lugar cuanto las personas que habíamos destinado a este fin, a que investigasen a cada una de las personas de la Orden, y también los inquisidores que habíamos creído necesario nombrar para lo mismo en todas partes del universo mundo donde los hermanos de la Orden solían habitar, llevaron a cabo las averiguaciones, y las que eran contra la citada Orden nos las mandaron para que las examinásemos. De éstas, algunas por Nos mismo y por nuestros hermanos, los cardenales de la santa Iglesia Romana, y otras por diversos varones señaladamente sabios, prudentes y fieles, que temían a Dios, llenos de celo por la fe católica y con experiencia, prelados y no, fueron diligentemente leídas y concienzudamente examinadas en Malaucène, de la diócesis de Vaucluse.
Y después que llegamos a Vienne, donde ya se habían reunido muchos patriarcas, arzobispos, obispos electos, abades exentos y no exentos, y otros prelados eclesiásticos, lo mismo que los procuradores de prelados y capítulos ausentes, para asistir al concilio que habíamos convocado, en la primea sesión que celebramos allí con dichos cardenales y con los referidos prelados y procuradores, creímos que debíamos explicar las causas de la convocación del concilio. Hecho esto, se empezaron los trabajos, y, por el hecho de que era difícil, es decir, imposible, que dichos cardenales y todos los prelados y procuradores congregados en el concilio para tratar de la manera de proceder acerca del asunto o tema en cuestión, que atañía a los hermanos de la muchas veces nombrada Orden, pudiesen tratar directamente con Nos, por mandato nuestro, fueron unánimemente elegidos y nombrados determinados patriarcas, arzobispos, obispos, abades exentos y no exentos, y otros prelados y procuradores de todas las partes de la cristiandad, de todas la lenguas, naciones y regiones, los que se consideraron más peritos, discretos e idóneos para aconsejar en tal y tan importante asunto y para tratar con Nos y con los antedichos cardenales acerca de tan grave hecho y cuestión.
Después que recibimos los atestados sobre las investigaciones hechas acerca de la mencionada Orden, en presencia de los mismos prelados y procuradores, a lo largo de muchos días, todo el tiempo que ellos quisieron oírlo, los hicimos leer en público en el lugar en que se celebraba el concilio, esto es, en la iglesia catedral. A continuación, dichas atestaciones y rúbricas fueron vistas, releídas y examinadas con gran diligencia y solicitud, no superficial ni remisamente, por muchos venerables hermanos nuestros, por el patriarca de Aquilea, por los arzobispos y obispos que se hallaban en el concilio, elegidos y diputados por éste para tal fin. Y venidos ya a nuestra presencia los cardenales y patriarcas, arzobispos, obispos, abades exentos y no exentos, y otros prelados y procuradores, elegidos, como se ha dicho, por los otros miembros del concilio para el asunto en cuestión, habiendo Nos hecho una sugerencia y consulta secreta sobre cómo se debía proceder en el asunto, especialmente porque algunos templarios se habían ofrecido para defender su Orden, de la mayor parte de los cardenales y de todo el concilio, es decir, de aquellos que, como se ha dicho, habían sido elegidos por el pleno del concilio y que por esto representaban la totalidad del concilio o la mayor parte de éste, es decir, mucho más que la cuarta o quinta parte de él, de todas las naciones representadas en la asamblea, a unos les parecía indudable, y así dieron su parecer, que se debía conceder la defensa a la Orden misma, y que la Orden misma, por las herejías de las que se la había acusado y por lo que hasta entonces había sido probado, no podía ser condenada sin ofensa de Dios ni quebranto de la ley; otros, sin embargo, contradiciéndoles, pensaban que no se debía admitir que aquellos hermanos defendiesen la Orden, ni que Nos debiésemos concederles que se defendiesen, porque de ahí se seguiría una complicación, un retraso y una demora de la decisión, existiendo un no pequeño peligro ocasionado por este asunto, el de dejar sin asistencia a Tierra Santa, y, para probarlo, alegaban muchas razones. Así pues, aunque de los procesos celebrados contra la citada Orden no se la pueda condenar canónicamente como herética con sentencia judicial, sin embargo como aquella Orden ha sido deshonrada por las herejías que se imputan, y una infinidad de personas de aquella Orden, entre las cuales se hallan el maestro general, el visitador de Francia y sus mayores preceptores, han sido convictos de las imputadas herejías, errores y crímenes por sus propias y espontáneas confesiones, y puesto que dichas confesiones hacen muy sospechosa a la Orden misma, y también porque esta sospecha hace extremamente abominable y despreciable esta Orden a los ojos de la Iglesia de Dios, de sus prelados, de los reyes y príncipes y del resto de los católicos, y aún porque verosímilmente se puede creer que al presente no podría encontrarse a nadie que quisiese ingresar en dicha Orden, causa por la cual ésta se convertiría en inútil para la Iglesia de Dios y para la continuación del programa de Tierra Santa, a cuyo servicio habían sido destinados, y puesto que la demora en tomar una decisión y poner orden a este asunto –el término para hacerlo y para promulgar una sentencia acerca de dicha Orden y de sus miembros nos había sido perentoriamente fijado por nuestros hermanos: que se hiciese durante el presente concilio– probablemente ocasionaría, creían, la total pérdida, destrucción y dilapidación de los bienes del Temple que habían sido dados, legados y concedidos por los fieles cristianos para ayudar a Tierra Santa y combatir a los enemigos de la fe cristiana, entre los que defendían que ya ahora se había promulgar una sentencia de condena contra la citada Orden por los crímenes arriba señalados, y los que decían que de los procesos llevados a cabo contra la Orden no se podía en derecho dictar una sentencia condenatoria de ésta, después de una larga y madura reflexión, teniendo a Dios solo ante los ojos, y poniendo atención en ser útiles al asunto de Tierra Santa, sin inclinarnos ni a derecha ni a izquierda, consideramos que se debía elegir la vía de prevenir y decretar, con la cual se eliminarían los escándalos, se evitarían los peligros y se conservarían los bienes con que auxiliar a Tierra Santa.
Considerando así pues la infamia, las sospechas, las clamorosas insinuaciones y lo demás arriba dicho, dirigidas contra la mencionada Orden, además de la recepción secreta y clandestina de los hermanos de dicha Orden y la no adecuación de muchos hermanos de la misma al común modo de actuar y de vivir y a las costumbres de los demás fieles de Cristo –especialmente por aquello de que los que recibían a los hermanos de dicha Orden hacían jurar a los recibidos cuando emitían la profesión que no revelarían a nadie la manera con que habían sido recibidos, ni saldrían jamás de la Orden–, cosas que evidentemente van contra ellos. Teniendo en cuenta además el grave escándalo surgido contra dicha Orden a causa de lo dicho, que no parece que pueda aplacarse si continúa existiendo la Orden, sin olvidar el peligro que esto supone para la fe y para las almas, ni que la mayor parte de los hermanos de dicha Orden practicaron de hecho muchas cosas horribles, y también por otras muchas razones y motivos que han podido impulsar razonablemente nuestro ánimo a escribir lo que luego diremos, y además, puesto que a los cardenales arriba nombrados y a los antes dichos electores escogidos por todo el concilio, que son la cuarta o quinta parte de éste, les ha parecido más conveniente y expedito o útil al honor de Dios, a la conservación de la fe cristiana y el subsidio a Tierra Santa –a lo que se añaden otras muchas otras razones válidas–, que era mejor escoger la vía de la prevención y decreto de la sede apostólica, suprimiendo la Orden arriba mencionada y aplicando sus bienes al uso a que habían sido destinados, sin olvidar proveer a las personas de esta Orden que estén todavía en vida de manera suficiente, que perseguirles puntualmente a base del derecho positivo, prorrogando el asunto; considerando también que en otras ocasiones, sin culpa de los hermanos, la Iglesia Romana hizo cesar algunas Órdenes solemnes, por causas incomparablemente menores que las que aquí se han expuesto, no sin amargura y dolor de corazón, no por la vía de una sentencia judicial, sino por nuestra provisión y mandato, extinguimos con sanción irrefragable y perpetuamente válida la citada Orden del Temple, su estado, hábito y nombre, y la prohibimos a perpetuidad, aprobándolo el sagrado concilio, condenando expresamente a quien intente entrar en dicha Orden, recibir o llevar su hábito, o comportarse como templario. Si alguien lo hiciese, incurre en sentencia de excomunión ipso facto. En adelante nos reservamos ocuparnos de las personas y bienes que quedan a nuestra decisión y disposición que, con el favor de la gracia divina, queremos hacer que sirvan para exaltación de Dios y de la fe cristiana, y para la situación específica de Tierra Santa, y esto lo haremos antes de que termine el presente sagrado concilio, condenando expresamente que alguien, de cualquier condición o estado que sea, se entrometa de alguna manera en disponer de las citadas personas y bienes, o que infiera, conciba o pretenda algún perjuicio acerca de nuestra decisión y disposición que personalmente, como hemos dicho, vamos a tomar. Con todo esto no queremos, sin embargo, derogar los procesos hechos o por hacer acerca de las personas de determinados templarios por parte de los obispos diocesanos o de los concilios provinciales, como anteriormente Nos lo habíamos ordenado. A ninguna persona por tanto le es lícito quebrantar este documento de nuestro mandato, provisión, constitución y condena, o contradecirlo con temeraria osadía. Si alguien se atreve a hacerlo, sepa que caerá bajo la indignación de Dios y de los bienaventurados Pedro y Pablo, apóstoles suyos. Dado en Vienne, XI de la kalendas de abril, año séptimo de nuestro pontificado (= 22 de marzo de 1312).[20]
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En la citada bula, Clemente V se refiere varias veces los vicios horrendos en que cayeron los templarios, sin especificar en qué consistían estas transgresiones de la moral cristiana. Para conocerlo tenemos que retroceder en el tiempo y colocarnos antes del concilio de Vienne y de la redacción de la Vox in excelso.
No hace mucho tiempo los archivistas vaticanos Marco Maiorino y Pier Paolo Piergentili editaron el grandísimo pergamino de 700 x 580 mm., del proceso a los templarios.[21] Es el llamado «Pergamino de Chinon»[22] que da fe notarial de los interrogatorios a los templarios, que tuvieron lugar, en 1308, en Chinon de la diócesis de Tours, desde el 29 de junio hasta el 2 de julio[23].
La descripción de los antecedentes y circunstancias de este documento han sido muy bien resumidos por los archiveros del Vaticano:
EL documento contiene la absolución impartida por Clemente V al último Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay, y a los demás jefes de la Orden después de que estos últimos hicieran promesa de penitencia y solicitaran el perdón de la Iglesia; tras la abjuración formal, obligatoria para todos aquellos sobre los que recayera la sospecha de herejía, los miembros del Estado Mayor templario son reintegrados en la comunión católica y readmitidos a recibir los sacramentos. En la primera fase del juicio contra los Templarios, cuando Clemente V todavía estaba convencido de poder garantizar la supervivencia de la orden religiosa y militar, la intención del documento responde a la necesidad apostólica de eliminar de entre los frailes guerreros la infamia de la excomunión en la que se habían enredado solos al admitir que habían renegado de Jesucristo bajo las torturas del inquisidor francés. Como confirman distintas fuentes de la época, el papa comprobó que entre los templarios se habían insinuado graves formas de malas costumbres y planificó una reforma radical de la orden para después fundirla en una única institución con otra gran orden religiosa-militar, la de los Hospitalarios. El acto de Chinon, supuesto necesario para la reforma, sin embargo, se quedó en papel mojado. La monarquía francesa reaccionó poniendo en marcha un verdadero mecanismo de chantaje que obligará seguidamente a Clemente V a dar un paso definitivo durante el concilio de Vienne (1312): al no poder oponerse a la voluntad de Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, que imponía la eliminación de los Templarios, el papa, una vez escuchado el dictamen de los padres conciliares, decidió suprimir la orden «con norma irreformable y perpetua» (bula Vox in excelso). Clemente V especifica, sin embargo, que esta sufrida decisión no constituye un acto de condena por herejía, al cual no se habría podido llegar sobre la base de las distintas investigaciones realizadas en los años anteriores al concilio. Para pronunciar una sentencia definitiva, por tanto, habría sido necesario un proceso regular que contemplara entre otras cosas la exposición de los argumentos de la defensa por parte de la orden. Pero el escándalo suscitado por las infamantes acusaciones dirigidas a los Templarios (herejía, idolatría, homosexualidad y prácticas obscenas) habría disuadido a cualquiera, según el pontífice, de llevar la vestimenta templaria y, por otra parte, una dilación en la decisión sobre tales cuestiones habría producido la dilapidación de ingentes riquezas ofrecidas por los cristianos a la orden, encargada de correr en ayuda de la Tierra Santa para combatir a los enemigos de la fe. La atenta consideración de estos peligros, junto con las presiones por parte francesa, convencieron al papa a suprimir la Orden de los Caballeros del Templo, al igual que en el pasado, y por motivaciones menores, había sucedido con órdenes religiosas de importancia mucho más relevante.
Sin embargo, para proceder a la absolución de cada uno de los templarios en particular, debía preceder la confesión de lo que cada uno de ellos creía haber hecho contra la fe y las costumbres cristianas. Por esto, el cuerpo del pergamino de Chinon consiste en las respuestas de setenta y dos caballeros a las cuestiones propuestas por los inquisidores, en presencia de Clemente V.
Escogeremos como ejemplo algunas de estas confesiones.
La primera que aparece en el documento es la del hermano Juan de Montalto, caballero de Asturaco. Después de jurar decir toda la verdad y añadir ciertas circunstancias de su decisión de entrar en la Orden, narra la manera cómo fue recibido en ella:
Fui introducido por un hermano a la presencia del maestro y de muchos otros hermanos, unos veinte, y cerraron las puertas de la capilla en que estaban. Entonces el maestro me preguntó si quería el pan y el agua de la Orden a lo que respondí que sí. Hecho esto, me hicieron jurar sobre los santos Evangelios de Dios que no revelaría jamás los secretos y que nunca contaría, ni siquiera a los mismos hermanos de Orden, la manera con que había sido recibido, a no ser hablando con aquellos que estaban allí presentes. El maestro me hizo hacer profesión de vivir sin nada propio, de observar la obediencia a sus superiores, de guardar la castidad, aunque dijo que él no la guardaba debidamente. Y también digo que, después de esto, el maestro hizo traer una cruz con la imagen de Jesucristo y me mandó que abjurase de Cristo y escupiese tres veces sobre la cruz. Me negué tres veces, pues no quería escupir sobre ella y tuve cuidado, cuanto me fue posible, de no escupir sobre la cruz. Pedro de Sambrú, militar de la Orden, me llevó a una cámara junto a la capilla allí me hizo despojar de todos los vestidos, de manera que quedé desnudo. Entonces este preceptor primero me beso en el ombligo, después donde acaba la espina dorsal; luego me vistió una camisa y me entregó una cuerda para ceñirme la camisa. Fui también revestido de la túnica y la cota y me llevó a la presencia del maestro. Éste entregándome la capa, me besó en la boca y también los demás hermanos me besaron en la boca.
Guillermo de Reses es más explicito: «Dictus magister duxit me retro altaris et oscularus fuit in ore primo, et deinde in umbilico ac postmodum in culo». Clemens de Pomar asegura que en el acto de ser recibido en la Orden, el maestro y todos los presentes, detrás del altar, le besaron como a los demás, pero añade «et in virga virili». A Juan de Crenacor, el maestro quería obligarle a que le besase «in parte posteriori» y al negarse éste, le dijo que esto era uno de los puntos de la Orden. Roberto de Gay, descubre más explícitamente la supuesta homosexualidad practicada en la Orden: «Dijo también el maestro al que habla, que si algún hermano de la Orden quisiera dormir con él, tenia que permitirle que yaciese con él en la misma cama, y que si él quería dormir con algún otro, podía igualmente hacerlo, porque éste era uno de los puntos de la Orden.» Estas declaraciones se repiten, con más o menos detalles, prácticamente en todas las respuestas.
Dejando el tema sexual, algunos de los encuestados aseguraron que al recibirles también les habían hecho adorar y besar un ídolo –unos dicen metálico, otros de madera– igual que los cristianos besan las reliquias. Los inquisidores anotan la respuesta de Ramón Stefani a propósito de este tema:
Interrogado acerca de la cabeza o ídolo, dijo que, la misma noche en que fue recibido, después de maitines, antes de la aurora, el que le había recibido le presentó una cabeza y le dijo que debía adorarla. El rehusó hacerlo y no la adoró. Interrogado acerca de cómo era la cabeza, dijo que parecía una cabeza blanca con barba, pero no estaba seguro porque él estaba arrodillado y el receptor aguantaba la cabeza con las manos, manteniéndola alta, y allí no había más que una pequeña candela. El recibido estaba completamente aterrorizado y estupefacto de manera que no pudo discernir cómo era exactamente la cabeza.[24]
¿Qué había de verdad en todo esto? A cualquiera que tenga algo de cristiano le parecerá absurdo e increíble que todas estas delaciones san verdaderas. Hay que tener en cuenta que prácticamente todas las acusaciones se refieren sólo al modo de recepción de los candidatos. Esto supuesto, alguien ha querido ver en las extrañas y aberrantes prácticas arriba expuestas, sólo un juego, una especie de novatada. Luis Charpentier, que defiende este punto de vista, cita a Hugo de Payraud (Hugo de Paraudo, en el pergamino de Chinon) quien dice que su tío, al recibirle, le dijo «abstente de las mujeres; si no puedes contenerte, acóplate con los hermanos de la misma Orden». Charpentier añade que el recipiente había dicho: «Todo esto no lo dijo de corazón; sólo eran palabras.» Esta explicación, sin embargo, no la encontramos en el interrogatorio que consta en el pergamino. Además, ¿a quien le parecería razonable que en la ceremonia de ingreso en una Orden religiosa, se hiciesen novatadas de tan mal gusto?
Todo el mundo está de acuerdo en que hubo presiones y torturas para arrancar las confesiones, aunque, a decir verdad, están tan bien disimuladas que nadie que lea los documentos podría afirmarlo taxativamente. Pero ¿era todo falso? se pregunta Luis Charpentier en su libro sobre el Misterio de los Templarios, y concluye: «Bien es verdad que no todas las acusaciones han sido fabricadas por entero, sino solamente preparadas de cara a la finalidad perseguida, y que existe un fondo de verdad que es denunciable.» Lo confirma una carta de Clemente IV (1265-1268) al gran maestre del Temple: «Que los templarios se guarden de cansar nuestra paciencia a fin de que la Iglesia no se vea obligada a examinar más de cerca cierto estado de cosas reprensible, soportado hasta hoy con demasiada, porque entonces ya no habría más remisión.»[25] Quizás se tratase de que algunas prácticas cátaras se hubiesen introducido en la Orden, ya que al parecer ésta acogió en su seno a diversos cátaros perseguidos. Incluso quizás de ahí venía la práctica del «reniego»[26]. Sin embargo, lo que emerge de los interrogatorios, por amañadas que estén las respuestas, es la increíble corrupción y perversidad de la curia pontificia y la venalidad de los miembros conciliares que hicieron de inquisidores en la época de Clemente V. No es un detalle sin importancia el que las confesiones se hicieran en presencia del papa!
¿Cómo se llegó a esta horrible situación? Primero saquemos a relucir a Felipe IV el Hermoso de Francia que arrastró durante todo su reinado un déficit considerable en las arcas reales. Esto provocó una serie de disposiciones –incrementar los impuestos, cambiar el valor real de la moneda– que causaron muchos quebraderos de cabeza a la cancillería. No es extraño pues que haya una corriente de analistas que consideren que las actividades que Felipe desarrolló contra el Temple tengan como trasfondo la necesidad de aumentar su numerario, siempre exiguo. La depreciación de la moneda que llevó a cabo en 1306, muy cerca de las fechas en que se iniciaría el proceso, provocó motines en París «contra los señores propietarios de casas y, sobre todo, contra el rey», como explica el cronista Juan de San Víctor. Precisamente a causa de este motín, Felipe tuvo que refugiarse nada menos que en la casa del Temple. Quizás tuvo entonces ocasión de ver y tocar de cerca la gran fortuna templaria y considerar que podía ser la gran solución de sus problemas económicos.
Felipe se valió de Guillermo de Nogaret, a quien el conde de Nevers llamaba «sacrílego Nogaret, hijo de herejes», y el jurista coetáneo Yves de Louréac decía de él que era «un cuerpo sin alma que no respeta derecho alguno». Este personaje, sin embargo, supo hacer bien su trabajo, especialmente por el hecho de que el papa Clemente V, estaba totalmente rendido a las voluntades de su compatriota y protector, el rey francés, quien supo compensar a Nogaret, nombrándolo Canciller del Reino.
Pero ¿cómo empezó todo este asunto? Parece ser que la primera denuncia fue hecha por un cierto Esquius de Floyrac o Froylan, un informador, léase espía, que trabajaba tanto para Felipe el Hermoso de Francia como para Jaime II de Aragón. Sabiendo que las relaciones del rey aragonés y el maestre de la provincia de Aragón y Cataluña no eran buenas, informó en Lleida a Jaime II de las confidencias y secretos que le había confiado un prisionero templario. Textualmente le dijo «que los templarios renegaban de Dios cuando eran admitidos en la Orden y que adoraban un ídolo cuando tenían capítulo». Jaime II, sin dar crédito a la delación y para sacárselo de encima le respondió: «Si lo podéis probar, os daré mil libras de renta y tres mil más sobre las rentas de la Orden.» Visto que no había tenido éxito, Esquius se fue a Francia y se entrevistó con Nogaret, y éste, creyéndolo o no, se dio cuenta de lo que podía sacar de aquel asunto. Inmediatamente Nogaret empezó a moverse.
No es éste el lugar para hacer la historia de la última etapa de los templarios, baste decir que Nogaret con la ayuda de su amigo, el gran inquisidor de París, Guillermo, de la Orden de Santo Domingo, convenció al rey Felipe, a quien la cosa le venía de perillas, que hiciese llegar las denuncias al papa. Una carta famosa de Felipe a Clemente, ciertamente redactada por Nogaret, es considerada por todos los historiadores como un intento de justificación de aquello que interesaba más al monarca francés: la confiscación de los bienes de los templarios, hecho que caracteriza al rey, a juicio de la mayor parte de los históricos de ser «vil y detestable». Los acontecimientos siguientes que aquí preterimos, desembocaron en la bula Vox in excelso, esto es, en la supresión de la Orden de la Milicia del Temple.
Los bienes de la Orden debían pasar, por decisión del concilio, como lo expone Clemente V en su bula Ad providam (1313), a la Orden de San Juan de Jerusalén, exceptuando los que existían en los dominios de los reyes de Castilla, Aragón, Portugal y Mallorca, cuyo destino se suspendió, dejándolo reservado a la Silla apostólica.
Jaime II de Aragón, como sucedió en Portugal con la nueva Orden de Cristo de la que se ha hablado precedentemente, destinó los bienes templarios de Valencia, a fundar, el 10 de junio de 1317, con aprobación del papa Juan XXII, otra nueva orden de caballería, la de Montesa.
Los bienes de los templarios en Mallorca fueron consignados a la Orden de San Juan; pero el rey Sancho, exigió que por todos los derechos que él tenía sobre aquellos bienes, se le pagasen nueve mil sueldos de reales de Mallorca y dos mil sueldos Barceloneses cada año, y en contado se le entregasen enseguida otros veinte y dos mil quinientos sueldos de moneda de Mallorca, y que además se obligasen los Hospitalarios al mismo reconocimiento y servicios militares contra los sarracenos a que estaban obligados los caballeros del Temple.
En Castilla, Alfonso XI, hijo de Fernando IV, continuó disponiendo de los bienes de la suprimida Orden, y en 1344 concedió a su hijo don Fadrique, XXV maestre de Santiago, y a su Orden, las villas de Caravaca, Caheguin y Bullas, que habían sido de la Orden del Temple. El papa Juan XXII, sucesor de Clemente V, no llevó a bien que el rey dispusiese de los bienes de los templarios, y por lo mismo mandó que fuesen entregados todos a los caballeros o de la Orden de San Juan, pero no tuvo suerte en este litigio, puesto que tanto la corona como las órdenes de Santiago, Calatrava y Montesa continuaron poseyendo los bienes de que se habían apoderado.
Lo cierto es que no todos los templarios fueron apresados y torturados en todas partes. Hasta en la misma Francia los comisarios de Felipe el Hermoso no consiguieron echar mano a todos los miembros de la Orden, como lo reconoce Plaisians, secretario del rey Felipe[27]. Parece que en Inglaterra sí fueron encarcelados y privados de sus bienes, sin embargo en Alemania no se les pudo interrogar ni arrestar porque fueron absueltos por varios concilios provinciales.
Por tanto, hay que concluir que en general hubo un auténtico expolio de los bienes que otrora debían haber servido para el avance de la fe en los terrenos ocupados por los musulmanes y para la empresa de Tierra Santa. Uno puede preguntarse si valía la pena tanta saña, tanta falsedad contra unos caballeros que no eran quizás santos, pero que tampoco eran muy distintos de sus contemporáneos, para finalmente que todo acabase en nada. Y todo esto por la venalidad del pontificado frente un monarca de tan pocos escrúpulos.
Resumen en castellano:
Actualmente la historia de los Templarios es objeto del misterioso atractivo de que gozan todas las leyendas. Muchos han intentado renovar la Orden, llamarse Templarios e incluso hacer ostentación de la gran capa blanca con la llamativa cruz roja. Ignoran que la Orden Templaria fue abolida en 1312 por el papa Clemente V con la bula Vox in excelso, imponiendo gravísimas sanciones: «Extinguimos con sanción irrefragable y perpetuamente válida la citada Orden del Temple, su estado, hábito y nombre, y la prohibimos a perpetuidad, condenando expresamente a quien intente entrar en dicha Orden, recibir o llevar su hábito, o comportarse como templario. Si alguno lo hiciese, incurre en sentencia de excomunión ipso facto.»
No es cierto que el pontífice siguiente, Juan XXII, anulase la Vox in excelso con su otra bula Ad ea ex quibus, de 1319. Este documento en realidad confirma la abolición del Temple y crea una nueva Orden, La Milicia de Cristo, exclusivamente al servicio del reino de Portugal, asignándole el nombre de otra desaparecida en el Sur de Francia y dándole la regla de los Caballeros de Calatrava. El motivo de la disolución del Temple fueron las confesiones de los miembros de la Orden, quienes, en presencia de Clemente V, aceptaron declararse culpables de gravísimos crímenes dogmáticos y morales. Declaraciones difícilmente creíbles, que en el fondo ponen de manifiesto la avidez de dinero y falta de escrúpulos de Felipe el Hermoso de Francia y la venalidad del débil Clemente V.
[1] Julian García de la Torre, L’Ordre del Temple a Mallorca (1230 – 1312), Palma , 2007.
[2] Véase la p. 85 de la obra citada en la nota precedente.
[3] Por ejemplo, un artículo I templari non furono mai soppresi ne scomunicati, publicado en Internet en la voz Templarios.
[4] Esta concesión es una excepción a la regla general enunciada por Juan XXII en su bula Ad providam (a. 1213), en la que traspasan todos los bienes del extinguido Temple, existentes en toda Europa, a la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén.
[5] Jaime Villanueva, Viaje a las Iglesias de España, vol. V, pp. 207 y ss.
[6] Reg. 291, fol. 33r-34v. Según Ewald Müler, Das Konzil von Vienne 1311-1312, Münster 1934, p. 42, existiría otra copia de la bula en la Biblioteca de Dijon, cod. 339, pero nadie la ha editado ni confirmado esta aserción.
[7] Por ejemplo, Pierre Dupuy, Traité concernant l’histoire de France: la condamnation des templiers avec quelques actes, Paris 1654, pp. 62-63.
[8] Pius Bonifatius Gams, Die Kirchengeschichte von Spanien, vol. III, 1865, p. 273.
[9] Conciliengeschichte, Friburgo 1890, VI, p. 534.
[10] Kirchengeschichte, 1867, p. 488.
[11] Histoire des Conciles, París 1907-1921, IX, p. 534.
[12] Mat. 3,3.
[13] Si se busca en Google la entrada Vox clamantis, se hallarán 7.730 referencias!
[14] La historia de esta peripecia de la bula Vox clamantis, la expone detalladamente Anne Gilmour-Bryson, «Vox in excelso and Vox clamantis, Bulls of Suppression of the Templar Order. A correction», en Studia Monastica (Montserrat) 20 (1978) 71-76.
[15] Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Friburgo 1962, pp. 312-318.
[16] Es una anotación posterior, de un archivero del s. XV.
[17] Traslatum provisionis et ordinacionis facte per dominum papam Clementem quando cassivit ordinem milicie Templi quondam. Es el título coetáneo en el registro.
[18] Galaad, país al este de los montes que circundan el valle del bajo Jordán,en Palestina. Su capital, del mismo nombre, fue destruida por los Israelitas durante la guerra contra los Benjamitas (tribu de Benjamín) porque sus habitantes no habían querido rebelarse contra estos últimos.
[19] Se trata del proceso del que se conserva el original en el Archivo Secreto Vaticano, el llamado Pergamino de Chinon, del que se hablará a continuación.
[20] El original de la transcripción coetánea se encuentra en el Archivo de la Corona de Aragón, de Barcelona, Reg. 291, fol. 33r-34v.
[21] El pergamino había sido encontrado y publicado por Étienne Baluze en el siglo XVII, en la obra Vitae Paparum Avenionensium (La Vida de los Papas de Avignon). Luego el original se dio por perdido hasta que lo redescubrió la Doctora Barbara Frale en el Archivo Vaticano y ahora ha sido objeto de la magnífica edición vaticana: Inchiesta pontificia nel proceso ai templari. Edizione a cura di Marco Maiorino e Pier Paolo Piergentili, Città del Vaticano, 2007.
[22] Archivo Secreto Vaticano, A.A., Arm. D 208-210, 217-218 y Reg. Aven. 48. El pergamino lleva este título: «Processo verbale pubblicato da Bérenger Frédol, commissario apostolico, contenente le deposizioni rese da alcuni frati templari dinanzi a Clemente V e in presenza dei cardinali Pierre de la Chapelle-Taillefer, Thomas Jorz, Étienne de Suisy, Landolfo Brancacci e Pietro Colonna».
[23] A estos interrogatorios alude Clemente V en su bula Vox in excelso. Véase la nota 19.
[24] De los interrogatorios de los pocos que admitieron haber visto la cabeza, puede deducirse que se trataba de una testa que a veces tenía dos o tres caras, barbuda, a la que alguno denominó «La cabeza de bafumet». El término «bafumet» era sin duda una deformación languedociana de la palabra Mahomet. En Mallorca se dice aún «Mafumet» para nombrar al profeta islámico.
[25] Véase Louis Charpentier, El misterio de los Templarios, Barcelona 1976, p. 176.
[26] Hay un dato a tener en cuenta. Las primeras denuncias de este abuso provienen todas de templarios del país albigense, expulsados de la Orden. Se sabe que ciertas prácticas cátaras se habían introducido en algunos círculos templarios, sin embargo si éstos eran detectados por la autoridad de la Orden, esto conllevaba la «pérdida de la capa», es decir, la expulsión.
[27] Ibid., p. 191.
Escrito por: Joan Nadal Cañellas ( Palma 1934 ) es un jesuita mallorquín, especialista en estudios bizantinos. Licenciado en filosofía por la Universidad Pontificia de Loyola (1960), en teología por la Universidad Gregoriana de Roma (1968) y en filosofía y letras por la Universidad de Barcelona.
Fue agregado cultural de la Embajada de España en Atenas (1975-87) y en 1993 fue nombrado consejero de la Embajada de España ante la Santa Sede de Roma.
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