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NON NOBIS DOMINE, NON NOBIS SED NOMINE TUO DA GLORIAM

jueves, 19 de noviembre de 2015

LA HUMILDAD

La Humildad
Tal parece ser, la virtud de la humildad, ya no es de este tiempo, pues en la actualidad toda persona vive sumergida en  el egoísmo y la soberbia.
Sin embargo el alma del hombre siente una irresistible inclinación a alcanzar un elevado ideal, un algo superior, es por ello que el hombre aspira a grandezas. Para alcanzar ese ideal existen dos caminos, el de la soberbia, que siguieron los ángeles rebeldes, Adán, algunos filósofos paganos, y tantos y tantísimos hombres, que cayeron en un estado miserable por dejarse arrastrar por el orgullo, comidos por la ambición de elevarse sobre los demás; y el de la humildad, por el que el mismo Cristo nuestro señor y la Santísima Virgen María  son  ensalzados por Dios: “Porque ha  puesto la mirada en su humilde esclava”. “Dios ensalza a los humildes y abate a los soberbios”. “El que se humilla será ensalzado, el que se ensalza, será abatido”
Santo Tomás estudia la humildad en la 2-2, 161, y dice: “La humildad significa cierto laudable rebajamiento de sí mismo, por convencimiento interior”. La humildad es una virtud derivada de la templanza por la que el hombre tiene la facilidad de moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, pues al humillarse a sí mismo reconoce y acepta su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a Dios. Por eso santa Teresa nos dice “la humildad es andar en verdad; que es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende anda en mentira”.
Pero la humildad no viene a negar cualidades verdaderas, sino a hacer fructificar los talentos (Mt 25, 14). Así como la fe es el fundamento positivo de la vida cristiana porque establece el contacto inicial con Dios, la humildad remueve los impedimentos de la vida divina en el hombre, que son la soberbia y la vanagloria que obstaculizan la gracia, dice Santo Tomás en la 2-2 161, 5.
«Sed humildes unos con otros» (1 Pe 5). Excelente manera de practicar la humildad se nos ofrece al tener que recibir la corrección. Hay que estar abiertos a la corrección fraternal. Que se nos puedan decir nuestras faltas sin que nos enfademos o nos ofendamos, sin que tratemos de justificarnos. Agradeciendo la corrección como una colaboración que se nos da para mejorarnos. “Quien bien te quiere, llorar te hará”. Sin embargo es más fácil que busquemos la compañía de aquellos que nos adulan con su palabra o con su silencio, en el que queremos interpretar su afecto hacia nosotros. Es bueno que nos reunamos con quienes nos puedan enseñar. Sería perjudicial que no quisiéramos más que enseñar nosotros. Porque nos cerraríamos y pronto nos quedaríamos pobres, al no ensanchar más los horizontes.
Aprender de todos y manifestar que estamos aprendiendo. Confesar que aquello no lo habíamos entendido hasta hoy. Aceptar nuestra limitación no nos humilla sino que nos ennoblece. Pocas veces se está dispuesto a querer aparecer como ignorante en una materia y es propio de almas inmaduras querer dar la impresión de que lo saben todo.
Los fundamentos de la humildad son la verdad y la justicia. La gloria de todo lo bueno que tiene el hombre, pertenece a Dios. Así dice San Bernardo: “Con un conocimiento verdadero de sí, el hombre se desprecia a sí mismo”. Hemos de practicar la humildad con la Sencillez en el hablar, sencillez en el escribir, la naturalidad en el trato, como en familia, como entre fratres, que se estiman y se respetan.
Pero la humildad va más allá de las palabras. No consiste ciertamente en hacer profesión de nuestra inutilidad, quedándonos por dentro la conciencia engañada por un deseo de no vernos tal y como realmente somos. La Humildad ante Dios es un reconocimiento de la realidad de nuestro ser, de nuestra vida y de nuestros actos. Pero le cuesta a nuestra naturaleza aceptarse tal cual es, ansiosa, de ser más de lo que se es.
Para adquirir la verdadera humildad, es necesaria una reparación clara. Una confesión sincera. Un reconocimiento de nuestro carácter, ser el primero en lamentarlo, y el no querer ser así. Un reconocimiento sencillo y humilde glorifica más a Dios y restablece la armonía social, y la eleva a mayor altura que la que tenía antes del destemplado arranque de genio. A eso hay que llegar. No debe el hombre creer fácilmente que es mejor de lo que es. Ni debe tener miedo de reconocer su limitación: A veces es sólo eso lo que hace falta. Que uno mismo lo vea. Y se hará amable a Dios y a los hombres.
El despego es necesario para que se desarrolle la vida de oración. Porque cuando se oye hablar de apegos y de desapegos inmediatamente las personas piensan en apegos a algo que está fuera de sí. Pero no, el apego mayor, el que tarda más en desaparecer, es el apego al yo interior. Los apegos a lo exterior tienen su raíz en quien goza, o teme, que es el yo interior. Ese despego del yo, ha de venir como fruto de una sincera y desnuda oración. A la vez que potenciará la misma oración. “Porque el desapego es limpieza y son los limpios de corazón los que ven a Dios” (Mt 5, 8). Además, por ser la humildad el fundamento de todas las virtudes, y porque sin ella no puede llevarse una verdadera vida cristiana, esta ha de ser deseada por todo discípulo de Cristo que quiera imitar las virtudes de su Maestro y dar al mundo un testimonio de vida convincente.
Para conseguir esta virtud, tan rara en el mundo, donde abunda la soberbia de la vida, es indispensable que se reflexione a menudo en lo que somos en el orden natural y en el sobrenatural. En aquél, miseria, ceniza, nada. En éste, pecadores e inclinados al mal y merecedores del eterno castigo. Frecuentemente nos manda la Iglesia recitar: «Humillémonos ante el Señor». «Reconozcamos nuestros pecados». Si pensamos en nuestros pecados nos humillaremos de verdad. Esta humildad transformará nuestras relaciones sociales al hacernos más comprensivos con los defectos de nuestro prójimo, si pensamos que Dios nos ha perdonado tanto a nosotros (Mt 18,21-34). <Esta humildad no nos dejará ver la paja en el ojo ajeno sino que nos centrará en la viga que tenemos atravesada en el nuestro > (Mt 7,3). El reconocimiento verdadero de nuestra vida conseguirá que nos veamos despreciables y viles a nuestros propios ojos. Esto nos llevará a confiar en Dios y a orar siempre para que fortalezca nuestra alma y nuestro espíritu. 
Es necesario que pidamos a Dios este don tan principal, esta tan sublime gracia de la virtud egregia de la humildad. De  él viene todo lo bueno, y de él nos ha de venir la humildad, y él la concede a los que se la piden contrita y confiadamente. El Beato Columba Marmion solia pedirla rezando estas preces humildes [contenidas en el Militia Templi Orationis pagina 40 llamada Letanías de la humildad] y que tanta paz dejan al que las saborea.
Fortalecerá el deseo de ser humildes la amorosa contemplación de Cristo humilde antes de nacer, en su nacimiento, en su vida oculta de Nazaret. Él es un pobre aldeano, un obrero manual, sin estudios en academias ni universidades, sin dejar traslucir un solo rayo de su divinidad. La humildad de Jesús en su vida pública. Escoge sus discípulos entre los más ignorantes y rudos, pescadores y un publicano. Busca y prefiere a los pecadores, a los afligidos, a los niños, etc., vive pobremente, predica con sencillez, ensena con ejemplos populares al alcance de la inteligencia. «Cristo no hizo alarde de su categoría de Dios. Tomo condición de siervo pasando por uno de tantos» (Flp 2,7) Hemos de meditar mucho en la actitud de Cristo humillado «entonces le escupieron la cara y lo abofetearon…» (Mc 15,19). Nuestra fe, es humildad, amor serio de los hombres hasta la cruz, también María nos ayudara con su ejemplo y su plegaria de madre a conseguir la perfección de esta joya, la humildad.



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