La Humildad
Tal parece ser, la virtud de la
humildad, ya no es de este tiempo, pues en la actualidad toda persona vive sumergida
en el egoísmo y la soberbia.
Sin
embargo el alma del hombre siente una irresistible inclinación a alcanzar un
elevado ideal, un algo superior, es por ello que el hombre aspira a grandezas.
Para alcanzar ese ideal existen dos caminos, el de la soberbia, que siguieron
los ángeles rebeldes, Adán, algunos filósofos paganos, y tantos y tantísimos
hombres, que cayeron en un estado miserable por dejarse arrastrar por el
orgullo, comidos por la ambición de elevarse sobre los demás; y el de la
humildad, por el que el mismo Cristo nuestro señor y la Santísima Virgen
María son ensalzados por Dios: “Porque ha puesto la mirada en
su humilde esclava”. “Dios ensalza a los humildes y abate a los soberbios”. “El
que se humilla será ensalzado, el que se ensalza, será abatido”
Santo
Tomás estudia la humildad en la 2-2, 161, y dice: “La humildad significa cierto
laudable rebajamiento de sí mismo, por convencimiento interior”. La humildad es
una virtud derivada de la templanza por la que el hombre tiene la facilidad de
moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, pues al humillarse a sí
mismo reconoce y acepta su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a
Dios. Por eso santa Teresa nos dice “la humildad es andar en verdad; que es muy
grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien
esto no entiende anda en mentira”.
Pero
la humildad no viene a negar cualidades verdaderas, sino a hacer fructificar
los talentos (Mt 25, 14). Así como la fe es el fundamento positivo de la vida
cristiana porque establece el contacto inicial con Dios, la humildad remueve
los impedimentos de la vida divina en el hombre, que son la soberbia y la
vanagloria que obstaculizan la gracia, dice Santo Tomás en la 2-2 161, 5.
«Sed
humildes unos con otros» (1 Pe 5). Excelente manera de practicar la humildad se
nos ofrece al tener que recibir la corrección. Hay que estar abiertos a la corrección
fraternal. Que se nos puedan decir nuestras faltas sin que nos enfademos o nos
ofendamos, sin que tratemos de justificarnos. Agradeciendo la corrección como
una colaboración que se nos da para mejorarnos. “Quien bien te quiere, llorar
te hará”. Sin embargo es más fácil que busquemos la compañía de aquellos que
nos adulan con su palabra o con su silencio, en el que queremos interpretar su
afecto hacia nosotros. Es bueno que nos reunamos con quienes nos puedan
enseñar. Sería perjudicial que no quisiéramos más que enseñar nosotros. Porque
nos cerraríamos y pronto nos quedaríamos pobres, al no ensanchar más los
horizontes.
Aprender
de todos y manifestar que estamos aprendiendo. Confesar que aquello no lo
habíamos entendido hasta hoy. Aceptar nuestra limitación no nos humilla sino
que nos ennoblece. Pocas veces se está dispuesto a querer aparecer como
ignorante en una materia y es propio de almas inmaduras querer dar la impresión
de que lo saben todo.
Los fundamentos de la humildad son la verdad y la justicia. La gloria de todo
lo bueno que tiene el hombre, pertenece a Dios. Así dice San Bernardo: “Con un
conocimiento verdadero de sí, el hombre se desprecia a sí mismo”. Hemos de
practicar la humildad con la Sencillez en el hablar, sencillez en el escribir, la
naturalidad en el trato, como en familia, como entre fratres, que se estiman y
se respetan.
Pero
la humildad va más allá de las palabras. No consiste ciertamente en hacer
profesión de nuestra inutilidad, quedándonos por dentro la conciencia engañada
por un deseo de no vernos tal y como realmente somos. La Humildad ante Dios es
un reconocimiento de la realidad de nuestro ser, de nuestra vida y de nuestros
actos. Pero le cuesta a nuestra naturaleza aceptarse tal cual es, ansiosa, de
ser más de lo que se es.
Para
adquirir la verdadera humildad, es necesaria una reparación clara. Una
confesión sincera. Un reconocimiento de nuestro carácter, ser el primero en
lamentarlo, y el no querer ser así. Un reconocimiento sencillo y humilde
glorifica más a Dios y restablece la armonía social, y la eleva a mayor altura
que la que tenía antes del destemplado arranque de genio. A eso hay que llegar.
No debe el hombre creer fácilmente que es mejor de lo que es. Ni debe tener
miedo de reconocer su limitación: A veces es sólo eso lo que hace falta. Que
uno mismo lo vea. Y se hará amable a Dios y a los hombres.
El
despego es necesario para que se desarrolle la vida de oración. Porque cuando
se oye hablar de apegos y de desapegos inmediatamente las personas piensan en
apegos a algo que está fuera de sí. Pero no, el apego mayor, el que tarda más
en desaparecer, es el apego al yo interior. Los apegos a lo exterior tienen su
raíz en quien goza, o teme, que es el yo interior. Ese despego del yo, ha de
venir como fruto de una sincera y desnuda oración. A la vez que potenciará la
misma oración. “Porque el desapego es limpieza y son los limpios de corazón los
que ven a Dios” (Mt 5, 8). Además, por ser la humildad el fundamento de todas
las virtudes, y porque sin ella no puede llevarse una verdadera vida cristiana,
esta ha de ser deseada por todo discípulo de Cristo que quiera imitar las
virtudes de su Maestro y dar al mundo un testimonio de vida convincente.
Para
conseguir esta virtud, tan rara en el mundo, donde abunda la soberbia de la vida,
es indispensable que se reflexione a menudo en lo que somos en el orden natural
y en el sobrenatural. En aquél, miseria, ceniza, nada. En éste, pecadores e
inclinados al mal y merecedores del eterno castigo. Frecuentemente nos manda la
Iglesia recitar: «Humillémonos ante el Señor». «Reconozcamos nuestros pecados».
Si pensamos en nuestros pecados nos humillaremos de verdad. Esta humildad
transformará nuestras relaciones sociales al hacernos más comprensivos con los
defectos de nuestro prójimo, si pensamos que Dios nos ha perdonado tanto a
nosotros (Mt 18,21-34). <Esta humildad no nos dejará ver la paja en el ojo
ajeno sino que nos centrará en la viga que tenemos atravesada en el nuestro
> (Mt 7,3). El reconocimiento verdadero de nuestra vida conseguirá que nos
veamos despreciables y viles a nuestros propios ojos. Esto nos llevará a
confiar en Dios y a orar siempre para que fortalezca nuestra alma y nuestro
espíritu.
Es
necesario que pidamos a Dios este don tan principal, esta tan sublime gracia de
la virtud egregia de la humildad. De él viene todo lo bueno, y de él nos
ha de venir la humildad, y él la concede a los que se la piden contrita y
confiadamente. El Beato Columba Marmion solia pedirla rezando estas preces
humildes [contenidas en el Militia Templi Orationis pagina 40 llamada Letanías
de la humildad] y que tanta paz dejan al que las saborea.
Fortalecerá
el deseo de ser humildes la amorosa contemplación de Cristo humilde antes de
nacer, en su nacimiento, en su vida oculta de Nazaret. Él es un pobre aldeano,
un obrero manual, sin estudios en academias ni universidades, sin dejar
traslucir un solo rayo de su divinidad. La humildad de Jesús en su vida
pública. Escoge sus discípulos entre los más ignorantes y rudos, pescadores y
un publicano. Busca y prefiere a los pecadores, a los afligidos, a los niños,
etc., vive pobremente, predica con sencillez, ensena con ejemplos populares al
alcance de la inteligencia. «Cristo no hizo alarde de su categoría de Dios.
Tomo condición de siervo pasando por uno de tantos» (Flp 2,7) Hemos de meditar
mucho en la actitud de Cristo humillado «entonces le escupieron la cara y lo
abofetearon…» (Mc 15,19). Nuestra fe, es humildad, amor serio de los hombres
hasta la cruz, también María nos ayudara con su ejemplo y su plegaria de madre
a conseguir la perfección de esta joya, la humildad.
NON
NOBIS, DOMINE, NON NOBIS, SED NOMINI TUO DA GLORIAM